Imagen tomada de Internet |
Esta película
ya la vimos, y miramos con ojos entrecerrados por la sospecha el panorama
tempestuoso que nos espera. Los detalles son muchos, y al mismo tiempo, cada
vez más similares a lo ya vivido. Digamos que el primer indicio fue la crisis
política venezolana. A partir de ahí las señales son repeticiones irónicas de
la historia: anuncio de que los periódicos tendrán menos páginas, que los
próximos meses serán “duros”, que los huevos no serán vendidos por la libre, y
que el avestruz y la jutía son muy nutritivos. Bueno, admito que esto último es
nuevo, pero tenía que decirlo o reventaba.
De crisis
nadie puede hacernos historias, los cubanos en eso somos casi expertos. Apenas recuperados
de la crisis de los ’90, nos enfrentamos a ¿otra? crisis, cuyo alcance todavía está por definir.
Las similitudes entre los detonantes (crisis de socios políticos y económicos
importantes en ambos casos) y los efectos, son una muestra de que la crisis contemporánea
es una continuación de la de los noventa, cuyo impacto de largo plazo ha
acentuado las deformaciones de la estructura económica de Cuba, la penosa deuda
externa renegociada múltiples veces, los rotos o frágiles procesos
inversionistas y la aún incipiente empresa privada nacional, cuyo alcance se
reduce casi en exclusiva al sector de la gastronomía, uno muy vulnerable a las
recesiones.
Sin embargo,
las diferencias son también vitales para comprender la nueva situación y actuar
en correspondencia. Mientras la crisis de los noventa podría haberse dicho que “nos
tomó por sorpresa”, esta ha sido perfectamente predecible. Yo misma la predije
en un post en este mismo blog el 6 de abril de 2017, hace dos años, y no fui la
única, por supuesto. La literatura sobre recesiones está llena de propuestas
para paliar los efectos de una crisis aunque sea inevitable. Como poner los
brazos por delante cuando se cae de frente.
El problema de
las crisis es que no son una cosa abstracta y lejana de la que solo hablan los
indicadores económicos. Las crisis marcan las sociedades y las laceran. Afectan
la solidez de las ideologías, desmantelan la confianza política en los
gobiernos que las enfrentan, y en algún punto, su manifestación deja de ser
económica para convertirse en crisis sistémica, que se extiende hacia lo social
y lo político.
Mientras los
cubanos entramos en condiciones más o menos similares en la crisis de los 90,
gracias a los niveles de equidad social logrados en las décadas anteriores, esta
vez las circunstancias son completamente diferentes. La brecha social se ha
abierto en la sociedad cubana y la desigualdad se expresa de múltiples formas. Existe
desigualdad entre la capital y el resto del país, entre las zonas urbanas y las
rurales, entre blancos y negros, entre mujeres y hombres, entre los que tienen
acceso a divisas y los que no. Dentro de las propias zonas urbanas existen áreas
privilegiadas. Sumemos además la discriminación de género y racial, así como
por preferencia sexual y con ello ya tenemos sectores del pueblo cubano en áreas
de mayor vulnerabilidad ante la crisis. Son fácilmente detectables, además. Esos
que recibirán el impacto más directo son los de siempre, los nadies de Galeano, que también viven en
esta isla.
Para atajar la
crisis a tiempo, antes de que nos devaste aún más, las medidas deben tomarse
con urgencia y sin miedo. Se trata de detener una caída que puede costarnos muy
cara. Ya lo estamos apostando todo. No existen antecedentes de dos crisis de semejante
magnitud golpear con menos de 30 años de diferencia. No en Cuba, al menos. No
sabemos cuál será el costo social y político de ello. Yo no me arriesgaría. La administración
actual de los Estados Unidos sabe esto. Ellos apuestan por esa destrucción y
por eso están tomando medidas para empeorar nuestra crisis. Porque ellos saben
que esta vez no queda tan clara la supervivencia.
Mi pregunta
es: ¿lo sabemos nosotros?
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