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James Q.
Wilson y George L. Kelling, dos académicos de Estados Unidos, publicaron el artículo
“Broken Windows” (Ventanas Rotas, en español) sobre seguridad urbana en el año
1982. Usaron la metáfora de las ventanas rotas como símbolo de la desprotección
y el desinterés gubernamental en algunos barrios más peligrosos del país.
Esencialmente, Wilson y Kelling argumentan que una ventana rota a propósito en
un barrio marginal no sería prioridad de la policía, o del gobierno local, que
estarían preocupados resolviendo problemas más graves en la comunidad. Pero esa
ventana rota sin resolver se convierte en una invitación al vandalismo, porque
demuestra que ese tipo de comportamientos no son socialmente castigados. Una
ventana rota es una abertura a la delincuencia y la inseguridad. Un barrio
descuidado, es un barrio inseguro.
Este artículo
es paradigmático para educar sobre urbanismo y gobernanza. En esencia, un
barrio destruido es más vulnerable, y no solo en el sentido literal del peligro
que representan para la vida de sus habitantes. Eso explica no solo las
consecuencias negativas de la marginalidad, sino también sus efectos
sicológicos y sociales, incluso culturales, sobre aquellos que los habitan. La
desidia se apodera de las edificaciones en mal estado, la cultura de la no
responsabilidad se entroniza y la ciudad sufre, ya no tan en silencio, y se va
desmoronando. El desmoronamiento de la arquitectura es un espejo de la
decadencia social y económica. Espero que eso no sea noticia para nadie.
El impacto
en la psiquis de los que cada día regresan a una comunidad vulnerable, en todos
los sentidos, se traduce en apatía, en el mejor de los casos, oposición y
rebeldía hacia el sistema imperante, en otros. No se puede desconectar nada en
la sociedad, porque ella funciona como un organismo vivo y cada elemento que se
altere va a tener un efecto dominó sobre los demás: economía y política,
fundamentalmente.
La apatía
ayuda al estatus quo. La no participación es una forma de participación. Un
análisis que rara vez he visto conectado al caso cubano. Pero los no
participantes están sentados en la cerca de la indecisión hasta que un
proyecto, o un político, o un grupo social los atrae. Puede ser una
congregación religiosa de ultra conservadurismo, como la nueva tendencia
evangélica que se ha ido despertando en Cuba en los últimos años. Nada de esto
es casualidad. Somos seres sociales y pensantes, necesitamos la esperanza y esa
esperanza llega de muchas formas: la fe religiosa y un grupo social en el que
nos aceptan sin hacer preguntas, es una de ellas.
No, no es
solo La Habana la que sufre los derrumbes. La ciudad no es un ente abstracto.
Cada balcón es una puerta abierta a una familia que libra sus propias batallas
personales, muchas de ellas conectadas a nuestras batallas colectivas. La
inacción es una forma de política pública, y es la menos adecuada en este
momento. El pueblo de Cuba está viendo que su capital cumplió 500 años ya y que
los esfuerzos por recuperarla son mínimos, que más allá de los barrios que son
la cara de La Habana, casi nada más importa. Eso es lo que sentimos, sea
exagerado o no el sentimiento. Los sentimientos son reales como la caída de un
edificio. No se puede subestimar el sentimiento colectivo de abandono,
reflejado en la realidad de los derrumbes físicos y en otros no tan evidentes.
Con esto
les quiero decir que salvar nuestra arquitectura, nuestras ciudades, es tan
importante para salvar al país como desarrollar la economía. Mucho depende de
eso, además de las vidas humanas, aunque no se entienda. Esa es la cara que
vemos, ese es el reflejo percibido de que importamos.
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