Con los pobres de la tierra
Quiero yo mi suerte echar
El arroyo de la sierra
Me complace más que el mar.
JM
“La calle es de los revolucionarios”
es una forma de ejercer con el lenguaje la exclusión, una manera
de decirte que la ciudad no te pertenece, no tienes derecho a ella. A menos,
claro, que seas revolucionario. Los procesos de exclusión social alcanzan su
clímax en las ciudades por diversas razones. Las estructuras urbanas
sincretizan diversas culturas, individuos, y por supuesto, posiciones sociales
y políticas. En los márgenes de la vida de la ciudad, parte de ella y a la vez
excluidos de ella, se encuentran los que no disfrutan de las ventajas de centro
comercial y financiero, las poblaciones vulnerables, de bajos ingresos,
concentradas casi siempre en áreas de mayor violencia física y psicológica.
En la construcción social de las
poblaciones objetivo, la deshumanización del otro es parte del discurso para
ningunearlo. De esa forma se han tejido los mitos históricos que han facilitado
la introducción de políticas racistas, misóginas, homofóbicas o de otro corte
discriminatorio, en el mundo entero. Las estructuras de poder utilizan la
estrategia de divide y vencerás en múltiples contextos, bajo diferentes
circunstancias y con objetivos diferentes. El fin casi siempre es el mismo:
subyugar a la obediencia a una parte de la población que es incómoda por algún
motivo, que puede ser político, cultural, social o económico.
Cuba ha construido un mito alrededor
del “otro”, el que piensa diferente, el paria. Ese mito funciona en las dos
orillas, por los dos extremos opuestos, de la misma forma: o estás conmigo o
estás contra mí. No hay espacio para el disenso, para la búsqueda de un punto
de inflexión, donde se encuentren los intereses de unos y otros. Con el tiempo,
esos intereses se han polarizado y se han convertido en opuestos absolutos que
no pueden coexistir. Entonces, el otro es un enemigo siempre, aunque no esté
del otro lado, aunque comparta conmigo algunos puntos, aunque existan elementos de
coincidencia, un acuerdo. Todo eso se va diluyendo entre los odios y los miedos, y
un día solo va quedando el odio.
Los bayameses quemaron la ciudad antes que entregarla a los españoles.
Ese acto histórico marca una de las primeras luchas en Cuba por el derecho a la
ciudad. En la isla, la calle no es de los revolucionarios, ni la ciudad les
pertenece en exclusivo. La ciudad es de todos. La ciudad que nos ha visto
caminarla bajo el sol aterrillante de agosto buscando un muslo de pollo para
los niños; la ciudad en la que nos hemos enamorado, llorado, reído y mojado en
sus aguas turbias o transparentes; la ciudad de las colas y los boteros, de las
guaguas repletas y de las paladares privadas. No hay un monopolio sobre las
calles de la ciudad porque son de todos los que la habitamos y dejamos en ella
un pedazo de alma y de desconcierto, los que le hemos trabajado y le hemos
entregado la vida misma en cada esquina para que la ciudad brille. Todos, sin excepciones,
los que vivimos el drama que es la ciudad, esa mole de concreto y asfalto que nos
ha engullido y luego nos escupe transformados, somos también dueños de sus
calles.
Hay que aprender de la historia, para no verla repetida. Ningún movimiento
social con reclamos justos se ha podido silenciar con violencia. Recurrir a la brutalidad para negarle el
derecho a su ciudad a algunos de sus habitantes es tan viejo como la humanidad. Hacerlo respaldado en el discurso del vandalismo sin distinciones ni matices, también. Es la
forma primicia de exclusión social y política. Pero los ciudadanos van a
luchar por recuperar ese derecho, tarde o temprano. Y si no pueden lograrlo a
través del diálogo pacífico, la historia enseña que seguirán luchando,
aunque tengan que quemar la ciudad hasta los cimientos, como los bayameses.