miércoles, 12 de febrero de 2020

Ventanas rotas o los balcones derrumbados de mi Habana

Foto de la autora

James Q. Wilson y George L. Kelling, dos académicos de Estados Unidos, publicaron el artículo “Broken Windows” (Ventanas Rotas, en español) sobre seguridad urbana en el año 1982. Usaron la metáfora de las ventanas rotas como símbolo de la desprotección y el desinterés gubernamental en algunos barrios más peligrosos del país. Esencialmente, Wilson y Kelling argumentan que una ventana rota a propósito en un barrio marginal no sería prioridad de la policía, o del gobierno local, que estarían preocupados resolviendo problemas más graves en la comunidad. Pero esa ventana rota sin resolver se convierte en una invitación al vandalismo, porque demuestra que ese tipo de comportamientos no son socialmente castigados. Una ventana rota es una abertura a la delincuencia y la inseguridad. Un barrio descuidado, es un barrio inseguro.

Este artículo es paradigmático para educar sobre urbanismo y gobernanza. En esencia, un barrio destruido es más vulnerable, y no solo en el sentido literal del peligro que representan para la vida de sus habitantes. Eso explica no solo las consecuencias negativas de la marginalidad, sino también sus efectos sicológicos y sociales, incluso culturales, sobre aquellos que los habitan. La desidia se apodera de las edificaciones en mal estado, la cultura de la no responsabilidad se entroniza y la ciudad sufre, ya no tan en silencio, y se va desmoronando. El desmoronamiento de la arquitectura es un espejo de la decadencia social y económica. Espero que eso no sea noticia para nadie.

El impacto en la psiquis de los que cada día regresan a una comunidad vulnerable, en todos los sentidos, se traduce en apatía, en el mejor de los casos, oposición y rebeldía hacia el sistema imperante, en otros. No se puede desconectar nada en la sociedad, porque ella funciona como un organismo vivo y cada elemento que se altere va a tener un efecto dominó sobre los demás: economía y política, fundamentalmente.

La apatía ayuda al estatus quo. La no participación es una forma de participación. Un análisis que rara vez he visto conectado al caso cubano. Pero los no participantes están sentados en la cerca de la indecisión hasta que un proyecto, o un político, o un grupo social los atrae. Puede ser una congregación religiosa de ultra conservadurismo, como la nueva tendencia evangélica que se ha ido despertando en Cuba en los últimos años. Nada de esto es casualidad. Somos seres sociales y pensantes, necesitamos la esperanza y esa esperanza llega de muchas formas: la fe religiosa y un grupo social en el que nos aceptan sin hacer preguntas, es una de ellas.

No, no es solo La Habana la que sufre los derrumbes. La ciudad no es un ente abstracto. Cada balcón es una puerta abierta a una familia que libra sus propias batallas personales, muchas de ellas conectadas a nuestras batallas colectivas. La inacción es una forma de política pública, y es la menos adecuada en este momento. El pueblo de Cuba está viendo que su capital cumplió 500 años ya y que los esfuerzos por recuperarla son mínimos, que más allá de los barrios que son la cara de La Habana, casi nada más importa. Eso es lo que sentimos, sea exagerado o no el sentimiento. Los sentimientos son reales como la caída de un edificio. No se puede subestimar el sentimiento colectivo de abandono, reflejado en la realidad de los derrumbes físicos y en otros no tan evidentes.

Con esto les quiero decir que salvar nuestra arquitectura, nuestras ciudades, es tan importante para salvar al país como desarrollar la economía. Mucho depende de eso, además de las vidas humanas, aunque no se entienda. Esa es la cara que vemos, ese es el reflejo percibido de que importamos.